Yo
estaba de por más caída. Andaba caminando de noche por Amenábar, fumando el
último cigarrillo. No tenía nada que hacer, nadie que me espere, estaba sola
y en las últimas. Pase por un par de bares, a ver si veía alguna cara conocida.
Todos de mala muerte, con borrachos llorando y chicas más felices que yo
ganando dinero. Fue en la esquina que vi a Oskar, el único que me podía salvar. Lo salude cariñosamente, siempre él con su mirada perturbada. Le
sonreí y le pregunte si era una buena noche. Él se río y me dijo que fueramos
al bar de la esquina que tenía algo bueno para darme. Durante esa cuadra no
hablamos mucho, Oskar sólo repetía cómo la ciudad se había convertido en pura
mierda, lo cual a mí mucho no me importaba. Entramos. El lugar era cálido.
Había un par de posters de películas y bandas colgadas en las paredes sucias y corroídas.
En la barra, un par de botellas viejas y adornos, que aparentaban pertenecer la bisabuela del chico del bar. Bastante asquerosa la mezcla, pero yo sólo
quería mi parte. Como siempre al caminar por el pasillo, me perseguí con cada
rostro. Un miedo atroz me recorría el cuerpo. Pero recordé que estaba con Oskar,
que mal o bien, era mi amigo. A Oskar lo conocía de la escuela, era el pibe
desagradable que nadie le hablaba. Tenía costumbres de mierda, como no
cambiarse la ropa, consumir mucha cocaina y no lavarse los dientes. Pero de todas
formas, había en él algo sutil y emocionante que te hacía quererlo en su
simpleza. Además, siempre tenía algo para mí.
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