Amanda
cierra los ojos, toma fuerzas y mira con dureza la claridad de la mañana. “Otra
vez la vida”. Palabras, que como tantas más, recorren el pequeño mundo interior
de la mujer que permanece estática y presagiosa ante la ventana.
“Si
el frágil movimiento de su melena contra el vidrio crujiera tanto con el
recuerdo, no dolería el cielo como lo hace.” Múltiples voces componen una
oda maravillosa para su actividad cerebral. Certeras y empedernidas, apuntan
con sus dagas al suave corazón de Amanda. El silencio del ambiente se
estigmatiza en estos dedos hinchados que buscan toscos un reparo del sol. Pero
en el día no hay escapatoria posible, la indecencia de la luz es más fuerte.
Todo se ve, todo se piensa, no hay amparo ni protección de esta tonta mañana
que llega para emborracharla de hartazgo, de mediocridad y fiereza. Pero
Amanda, sabia para su corta edad, sabe la verdadera intención del cielo:
acercarla a la ventana, que camine embebida por el espacio minúsculo del living
y se pregunte “¿Por qué otra vez la vida?”.
En
el exterior, mujeres pasean por el puerto con sus bonitos vestidos y hombres,
fuertes y viriles, desmontan redes de sus camionetas. Una radio a medio
sintonizar pasa una canción dulce y melancólica, y con sus dulces y
melancólicos acordes los hombres fuertes caminan erguidos hacía el mar,
luchando con sus redes que como hiedras salvajes recubren sus animosos cuerpos.
Por su parte, una tropa de barcos marineros escoltan a otros tantos hombres que
preparan sus herramientas para comenzar lo que será otra ardua jornada en el
mar.
Amanda,
desanimada y a medio vestir, vuelve hacia la ventana para contemplar por última
vez el brebaje malicioso del cielo. Vuelve su melena negra hacia el cristal y
mira absorta al exterior, a la vitalidad humana que por momentos la conmueve.
Entre
el tumulto de gente, Amanda repara en un bello hombre de robustos hombros que
camina determinado hacia el muelle. El hombre de bellos rasgos, duros y
holgados en su entereza, habla con otro y ríe. Amanda recibe con gracia tan
sobria sonrisa, de manera pulcra y ordenada, estos labios en perfecta armonía
dejan entrever una verdadera maravilla. Límpidos ojos, certeros labios, Amanda
pretende mirar al resto pero tan sobria sonrisa la deja inerte, entregada en su
totalidad a la deidad que se antepone ante ella de manera trágica.
El
hombre esbelto vuelve hacía la camioneta y toma lugar en el asiento delantero.
Con sutileza acompaña la melodía musical de la radio con su robusto cuerpo y, entre
otras cosas, mira hacía el interior del living de Amanda quien avergonzada por
su actividad voyeurística se esconde tras la pobre sombra que esconde la
cortina.
Más
fuerte que la marea, su corazón emerge de la pasividad de la mañana, despierta
como un cañón y sin ataduras golpea feroz su pecho. ¿Será esta ínfima mirada un
presagio de vida? ¿Podrá la sonrisa sobria de este buen hombre amordazar sus
oscuros pensamiento? ¿Será la eternidad, la bajeza del día, por fin generosa
con Amanda? Sí, tal vez sea este un hermoso regalo que Amanda complacida no
duda en recibir. Su cuerpo ahora vital y rejuvenecido, se dispone nuevamente
frente al cristal que sin desvaríos la seduce con los ojos negros del hombre
fuerte que aún la mira desde la camioneta. Amanda, indefensa, resuelve mantener
firme la mirada, compenetrar su energía en ese vínculo poderoso que genera con
el extraño.
Probablemente,
pasaran algunos segundos antes de que el hombre volteara su cabeza hacia el mar
pero este lapso basto para que Amanda aniquile de un hachazo su oda mental para
así suplantarla por una solemnidad poderosa. Su espíritu palpita, las palabras
callan, no hay espacio ni certezas ni de la vida ni de la muerte. Este amor tan
genuino y poderoso, la pasión inexplorada, la explosión exasperada y el aroma a
gladiolos inundó su pequeño living que organizadamente la sitúa a ella frente a
la mañana, esperando otro presagio, otra revelación luminosa en su vida.